No
se puede defender la vida si no se percibe su belleza
Entrevista
de la Agencia ZENIT a monseñor Jean
Laffitte, vicepresidente de la Academia para la Vida
--El Papa le
ha confiado una nueva misión: vicepresidente de la Academia por la Vida. Su tarea, entre
otras, es la de sensibilizar sobre el don de la vida. ¿Cuáles son hoy, en su
opinión, los grandes desafíos en el campo de la defensa de la vida?
--Monseñor
Jean Laffitte: En mi opinión, el gran problema actual es la pérdida del sentido
de la belleza de la vida.
No se puede defender la vida si no se percibe su belleza. La
vida se ha transformado hoy en espacio de lucha ideológica. No fue siempre así.
La vida es desde
el principio una realidad concreta, que existe. Las personas, a
nuestro alrededor, existen. Estamos en relación con ellas. Ellas representan en
el mundo una riqueza objetiva. La vida exige de partida una actitud fundamental
de acogida y amor. La vida humana no es nunca neutra. Cuando se pierde de vista
el carácter de bondad inmediata de lo que existe y vive ante nuestros ojos --la
belleza de las personas que nos rodean y de aquellas a las que estamos unidos
por lazos de amor y de solidaridad--, se hace de la vida el lugar de una lucha
ideológica.
¿Cómo se
produce esto? En principio, por una banalización de la vida humana. Se pierde su
carácter específico y se acaba por asimilarla a cualquier otra manifestación de
vida, de cualquier ser viviente. Se deja de ver que, tras cada rostro humano,
tras cada persona, hay una singularidad, una riqueza única en la que los
creyentes reconocen una intención de Dios, un proyecto de amor. La vida es el
don del amor de Dios a todos los hombres.
La primera
tarea es la de tratar de volver a dar a quien la ha perdido, esta noción de un
bien real que nos precede, que no hemos elegido. Nadie ha decidido vivir.
Estamos ante una realidad que nos invita a esta mirada de amor y acogida. No se
puede tener una actitud de neutralidad hacia la vida. La vida no es simplemente un
fenómeno biológico. No se puede considerar a una persona humana simplemente bajo
el aspecto de sus características biológicas, anatómicas o celulares. Es posible
hacerlo, en el marco de la ciencia aplicada, pero cuando se quiere explicar la
verdad de la vida de un hombre, uno se ve obligado a considerarla en todo lo que
la constituye, es decir, no solamente en lo que conforma su organismo --es un
ser viviente sometido a las leyes físicas y biológicas-- sino también en lo que
constituye su especificidad, su cualidad de criatura racional, dotada de
inteligencia, de voluntad, dotada de una capacidad de amar y de entrar en una
relación de comunión con otros hombres.
--Hoy, en un
mundo en el que la ciencia nos permite casi tener niños a la carta por encargo,
la vida se convierte en un objeto de consumo. ¿Qué nos propone Benedicto XVI en
su primera encíclica?
--Monseñor
Jean Laffitte: Esta pregunta completa la primera. Hay un segundo aspecto
que está relacionado con lo que antes decía: si una vida humana es una
riqueza, uno se pregunta cuál es el origen de esta riqueza que nos precede.
Abordamos
entonces un aspecto complementario muy ligado al tema de la encíclica: la
relación entre una vida humana y el autor de la vida humana. Dios, que es el
creador de toda vida, es al mismo tiempo la fuente de toda caridad y amor. Hay
también un nexo íntimo entre la vida y el amor; en principio porque la vida
misma es un fruto del amor de Dios, es un don, pero también porque la vida
humana adquiere todo su sentido en una perspectiva de amor. El hombre está hecho
para amar a quien le ha creado. Está hecho también para amar a los demás, a su
prójimo; se desarrolla en el amor, en el amor hace realidad todas sus
potencialidades y considera con admiración el conjunto de la creación,
ejerciendo sobre ella una especie de señorío, naturalmente subordinado al
Señorío divino. Pero todo esto sólo puede hacerse respetando la naturaleza y en
un espíritu de servicio de sus semejantes, lo que supone que esté animado por el
amor.
Esta
encíclica nos invita a tomar conciencia de que si Dios es realmente amor, la
vida que viene de Él es un fruto directo de este amor. Esto cambia totalmente
nuestra mirada sobre la existencia humana y su finalidad, sobre el fin de la
vida, sobre lo que nos anima, sobre nuestras intenciones profundas y sobre la
manera en la que ejercemos nuestra actividad. La encíclica atrae nuestra
atención sobre el hecho de que la vida está dentro de Dios, la vida es comunión,
es amor. En Dios, vida y amor coinciden porque el amor divino da la vida, es un
amor que conduce a la existencia de seres que no existían antes. No se trata
sólo de un acto de causalidad material. Se trata, formalmente, de un acto de
amor que hace existir a los demás.
--¿Cómo se
puede reencontrar el sentido de la belleza de la vida cuando se ha perdido?
--Monseñor
Jean Laffitte: Habría que distinguir las razones que conducen a la alteración o
pérdida de este sentido. Hay a veces razones ligadas a la gravedad de opciones
morales personales que, hiriendo el alma, oscurecen la mirada sobre la vida y no
permiten ya reconocer su carácter precioso. Aquí se podría hacer un análisis
moral de este estado de hecho. Hay también, más generalmente, razones evidentes
ligadas al sufrimiento, a la prueba, o a la injusticia
sufrida.
Tenemos
circunstancias en las que, en la vida de las personas, sin responsabilidad por
su parte, tienen que afrontar una dificultad objetiva para percibir la belleza
de la vida.
Hay que admitir que estas situaciones existen para poder
comprenderlas. Por otra parte, esta experiencia de opacidad de la belleza de la
vida puede ser experimentada por cada uno. Cada uno puede tener que afrontar, en
un momento de su vida, o la enfermedad de un ser querido, la desaparición de una
persona cercana; las consecuencias de la enfermedad pueden ocultar la belleza de
la vida. En
estas situaciones, la percepción de la belleza de la vida se hace a través de un
proceso análogo al de la
fe. Creemos y nos adherimos a la belleza de la vida, de la
misma manera que los creyentes se adhieren, sin verla, a la belleza de Dios. No
vemos a Dios pero sabemos que su belleza es real.
Es muy raro
que una persona no se haya planteado nunca la belleza de la vida. Pero hay
situaciones en las que la manifestación difícil y dolorosa de ciertas
enfermedades graves, de la injusticia de los hombres, o de cualquier otra
circunstancia, pueden hurtar a la existencia lo que le da su atractivo en la
vida normal.
No hay que
considerar el problema de modo aislado. Nadie puede afrontar una miseria
personal, una enfermedad, una profunda pena, de modo solitario. El hombre no es
una mónada. Está en relación constante con muchas otras personas, próximas o
menos próximas. Sin pretender que el amor a la vida, que una persona que sufre
percibe en los demás, haga su propia vida inmediatamente más fácil, esto le da
al menos una visión de la existencia que no se reduce a la precariedad de su
propia situación. Evidentemente no es un esfuerzo que hay que pedir a la persona
que sufre, sino un llamamiento a las personas más felices. El respeto a la vida
de los que sufren es una condición necesaria para que éstos perciban la belleza
de la vida.
Cuando una persona probada recibe ayuda, una atención amorosa,
dejará de identificar su vida con su sufrimiento; porque, en su vida, no tendrá
simplemente sufrimiento, tendrá también el acto de amor que ha
recibido.
En preciso
considerar que, en el campo de la vida, las cuestiones no se presentan jamás de
manera abstracta, sino de manera concreta: toda persona se encuentra implicada
en relaciones o situaciones en las que puede ejercer esta caridad con el prójimo
a la que invita la encíclica «Deus Caritas est».
Se recoge en
ella lo que está en el
centro de toda existencia humana, esas necesidades
fundamentales profundamente inscritas en el corazón del hombre; entre ellas, en
primer lugar, el deseo de amar y de ser amado. Hay también otros deseos
esenciales como el de ser útil. Sin embargo, el deseo de ser amado parece ser el
más profundamente arraigado. Una de las aportaciones originales e importantes de
la encíclica es mostrar la importancia primordial de saber recibir el amor. El
amor no es sólo
el movimiento unilateral de alguien que da y que se da.
Es también
el movimiento de alguien que, dándose, es capaz de recibir otro
amor que a veces le precede.
En el caso
de la relación con Dios, por otra parte, esto sucede siempre. Somos siempre
precedidos en nuestro amor por Dios, por el amor que recibimos de Él. En la
encíclica, está presente esta intención de mostrar este doble movimiento del
amor, movimiento unificado que establece una verdadera comunión entre los dos
términos. La encíclica hace honor a esta dimensión muy a menudo olvidada en los
enfoques voluntaristas de la caridad o aproximaciones muy parciales de la
caridad o enfoques parciales a menudo espiritualistas, donde se imagina que el
amor es simplemente
el hecho de dar. El amor, en su plenitud y su expresión
perfecta, es también recepción y hace falta mucha virtud para saber recibir el
amor de los demás y apreciarlo porque es un don de Dios, un don de la gracia de
Dios.
Fuente:
ZS06032303